Solo una relectura creativa del pasado dará respuesta a los anhelos del presente. Eso es la arqueología del futuro. Ignorarla conllevará que vayamos hacia el porvenir reculando, como deploró Paul Valéry. Sería una lástima que la energía despertada durante esta crisis se perdiera. Por eso es imprescindible articularla en redes de indignación y esperanza. El soberanismo es una de las formas como se ha organizado el malestar en Catalunya, y mucha gente ha depositado en él sus ilusiones de cambio. No conviene despreciar ese gesto.
A pesar de ello, hay motivos para argumentar que ningún programa nacionalista está a la altura de la circunstancia en que nos hallamos. Su tiempo ha pasado. Lo corrobora el politólogo Robert Gilpin, quien distingue tres grandes ciclos de la política internacional moderna. El primero es el ciclo de los imperios, que termina cuando los tratados de Westfalia y de los Pirineos reconfiguran Europa tras la guerra de los Treinta Años de 1618-48. A continuación da comienzo el ciclo de los estados-nación, que brota completamente con las revoluciones americana y francesa, crece a partir de las raíces del romanticismo, y periclita con la guerra de los Treinta Años de 1914-45. La pugna entre el comunismo y el liberalismo inaugura, en fin, el ciclo de las hegemonías.
Setenta años después, se ha hecho palpable la insuficiencia de la soberanía nacional ante los retos de la sociedad global. De hecho, hoy se aprecia la banalización de las naciones, reducidas a marcas comerciales, iconos deportivos y demás objetos de consumo, cuyo correlato es una historia a la medida de turistas y nacionalistas. Paradójicamente, como constató Benedict Anderson, el éxito político del nacionalismo es proporcional a su pobreza teórica. Pero, a poco que se escarbe, salta a la vista la incongruencia de afrontar una situación excepcional con las herramientas y estructuras de “un país normal”.
De la fotografía: © Yann Arthus-Bertrand. |
Lo normal no es suficiente, y además es injusto, a juzgar por la conducta de los estados europeos ante las emergencias sociales que nos acucian. Así, lo más probable es que un proceso hacia la “normalidad” sea una pérdida de tiempo. Muchos creen lo contrario. No hay nada más revolucionario, afirma Raül Romeva en una entrevista, que empezar un país de cero. Tendría razón si no fuera porque donde hay revolución Luis XVI no suele ser el candidato del partido jacobino. Donde hay revolución nunca se expresa un sujeto político ya constituido, sino que emerge uno nuevo del propio acontecimiento, en un proceso que reúne igualitariamente a las personas rompiendo toda asignación identitaria anterior. La identidad es una herencia, la igualdad es una conquista, y solo sobre ella puede construirse una ciudadanía radicalmente democrática.
Es cierto que en el independentismo confluyen sensibilidades diversas que no se reducen e incluso son contrarias al imaginario nacionalista. Pero ahora el nacionalismo tutela el proceso y es su principal beneficiario, pues su hegemonía se ha reforzado justo cuando podría haberse visto severamente impugnada. Desde esta perspectiva, no solo no hay revolución democrática en este proceso, sino que el propio proceso la impide. En el terreno del nacionalismo la batalla está perdida.
Tenemos que abandonar el vocabulario de la soberanía, la inflexibilidad de la burocracia y la homogeneidad del estado-nación. Tenemos que armonizar las diferencias con formas políticas más audaces. ¿Cuáles? Volvamos al origen. Una lectura interpretativa de Francesc Eiximenis y Francisco de Vitoria nos remite hoy al republicanismo y a la gobernanza global. Con su inspiración podemos imaginar, respectivamente, democracias deliberativas cimentadas en la virtud cívica y órdenes políticos que tiendan al bien público sin la presencia de gobiernos rígidos. Por ejemplo, redes urbanas, más eficaces y solidarias ante los desafíos globales, como la acogida de refugiados. También, como sugiere Franco Cardini, federaciones o confederaciones de miembros que hayan renunciado a cuatro atributos tradicionales de la soberanía: la bandera, la toga, la moneda y la espada.
Hace mucho, mucho tiempo, Catalunya formó parte de una marca, una zona de frontera entre los imperios musulmán y carolingio. Fue un espacio semióticamente diverso, proteico, heterogéneo, axial en la conexión entre dos mundos. Recobrando ese espíritu liminar, comprendemos que el arte de la política es la inclusión del otro. La vecindad sin comunicación es solo aislamiento. Sigamos por ahí. Quizá sea el origen donde hallemos la originalidad para desmarcarnos, en este umbral histórico, de la banalidad de las naciones y la impostura del nacionalismo. Si la energía que ha liberado la crisis ha de iluminarnos de veras, entonces deberá lograr, como quiso Walter Benjamin, que el ayer se una como un relámpago al ahora en una constelación que dibuje otra vía a nuestro porvenir.
Versión revisada de un artículo publicado en CTXT (enlace permanente).