El domingo del referéndum griego, pasé la tarde a la sombra de una encina, a resguardo del sol mediterráneo, leyendo una conferencia que Husserl pronunció en Viena hace ochenta años, cuando era evidente el fracaso del tratado de Versalles, Hitler había alcanzado el poder y el crac de 1929 había desencadenado una gran depresión. En ese momento de emergencia, el pensador de Moravia denunció el racionalismo olvidadizo del mundo de la vida y llamó a recuperar, mediante el heroísmo de la razón, el verdadero espíritu de la filosofía, sin el cual Europa recaería en la barbarie. Un espíritu que, dos milenios y medio atrás, había nacido en algún lugar de Grecia.
Husserl ligó así el destino de Europa a su origen, un gesto que se comprende si se tiene en cuenta la observación de Hegel según la cual “el principio es fin”. Lo es porque, en la historia, hay acontecimientos tan importantes que, aunque su existencia permanezca en el pasado, como herencia, el futuro que han abierto para nosotros sigue pendiente, como promesa. Ocurre eso con los dos grandes hitos de la antigua Grecia: el florecimiento de la filosofía y la invención de la democracia. Ahora bien, el origen nunca es la fuente de sentido. Es nuestra fidelidad al acontecimiento la que transforma el espacio de experiencia en horizonte de esperanza, porque es el recuerdo el que enciende la chispa del deseo. El principio es el fin, pero, como escribió Eliot, “el fin es de donde partimos”.
Y ese fin, el sueño de Europa traicionado en el castillo burocrático de sus instituciones, naufragado en las costas del Mediterráneo y humillado en el trato colonial que se dispensa al pueblo griego, es el que ahora nos conmina a emprender, como Ulises, un viaje de regreso. Porque a veces es necesario aprender a verse a sí mismo como otro, e incluso como nadie, para volver a ser uno mismo. Descubrimos así que, en el principio, hubo en Atenas un conflicto enconado entre ricos y pobres, y que se confió al poeta Solón el encargo de resolverlo. Pudo hacerlo por la vía de la tiranía, pero prefirió apostar por la participación de todos en la cosa pública. Antes, sin embargo, tuvo que dar un paso previo. Solón decretó la seisachtheia o “alivio de las cargas”, en virtud de la cual se anuló la deuda a gran parte de la población y se prohibió la esclavitud por deudas. Hoy, cuando el objetivo del gobierno de los banqueros no parece ser otro que esclavizar a la humanidad a través de la deuda, hay que tener presente en qué condiciones nació la democracia.
El legado de Grecia no ha llegado a nosotros por un camino fácil. La filosofía medieval no le hizo justicia y la misma palabra “democracia” desapareció de los vocabularios europeos durante siglos. Esta volvió a escucharse con fuerza en las revoluciones americana y francesa, pero fue en Alemania donde aquella herencia se asumió con mayor plenitud. El humanismo griego se prolonga a través de la definición kantiana de la dignidad humana como aquello que no tiene precio. Al momento filosófico de Sócrates, Platón y Aristóteles solo puede comparársele la constelación que formaron Kant, Herder, Fichte, Hegel, Schelling y Schlegel. Con su obra y sus traducciones de Sófocles, Hölderlin recobró como nadie la esencia de la literatura griega y revolucionó el sentido mismo del lenguaje. Droysen acuñó el término “helenismo” para designar el periodo que transcurre de Alejandro Magno a Cleopatra. Nietzsche compuso una obra maestra sobre el nacimiento de la tragedia y buscó inspiración en la filosofía presocrática. Adorno regresó a Homero cuando quiso comprender, dialécticamente, el lado oscuro de la Ilustración. E, igual que Husserl, Horkheimer vindicó el valor lo humano contra la pesadilla de la razón instrumental. Dando la espalda a Grecia, Alemania reniega de su propia tradición.
De la fotografía: © Pedro Olalla. |
Con la deriva de la crisis griega, Europa puede haber perdido la última oportunidad de realizar su sueño, que es tanto como decir de alcanzar su verdad. Los líderes europeos parecen desconocer que en este trance no solo se dirime un asunto económico. Abandonando a Grecia como se abandona a los refugiados que naufragan ante nuestras costas se niega la propia historia de Europa, y al hacerlo se nos está negando el futuro. La hegemonía alemana, que oscila entre el chantaje económico y el desprecio cuasi xenófobo del sur, está en los antípodas de la amplitud de miras de los fundadores de la comunidad europea tras la segunda guerra mundial. La letra de los tratados no puede anteponerse al espíritu de las leyes. El fetichismo de la austeridad, la severidad luterana y la voluntad punitiva privan a la estrategia de Merkel de toda razonabilidad. Pero el seguidismo de la socialdemocracia alemana es aún más lamentable, porque nos muestra su compulsión por repetir el colosal error histórico que cometió al votar los presupuestos de guerra en 1914. Si se repite la historia, esta vez será como tragedia.
Parafraseando a Camus, podría decir que “desde las costas del Mediterráneo, donde yo he nacido, se ve mejor el rostro de Europa. Y uno sabe que no es hermoso”. ¿Qué hilo de Ariadna nos sacará del laberinto? Ulrich Beck, una de las voces críticas del gobierno alemán que más echamos de menos desde su desaparición a primeros de año, prescribió una dieta mediterránea para el sueño europeo. No puedo estar más de acuerdo. Hoy es inexcusable no añadir el mundo mediterráneo a los tres espacios europeos que señaló el historiador húngaro Jenő Szűcs: el bloque francoalemán en occidente, los herederos de Bizancio en oriente, el eje danubiano en el centro. Lo es porque el reto actual es la integración de esos espacios, un desafío en el que, según el sansimoniano Michel Chevalier, el Mediterráneo podría ser el tálamo donde se encontraran este y oeste, norte y sur. Y lo es, sobre todo, porque el ideal civilizatorio y cosmopolita del Mediterráneo es quizá la única utopía del siglo veintiuno que no pertenece a un futuro del pasado.
Cuando se conoció el resultado del referéndum, me dije que no todo estaba perdido. Felizmente, el pueblo griego demostraba su moral de resistencia y ponía rostro a la dignidad kantiana. Pero ahora, solo una semana después, medidas draconianas se abaten sobre Grecia con una frialdad extranjera a todo humanismo. Europa ha elegido el cálculo frente a la sabiduría. Tras el ocaso del sol mediterráneo, se anuncia la oscura noche de la conciencia europea.