La ruta de la seda entre China y la India. © Rudra Narayan Mitra | Dreamstime.com. |
Las tramas del pasado
Por desgracia, nuestro tiempo está inundado de relatos falsos que enturbian la comprensión del nexo entre el pasado y el futuro, ya sean los “pasados blandos” que priman la sentimentalidad sobre la crítica, ya los “pasados fundamentalistas” que sacralizan un ilusorio origen glorioso. Por eso debemos desmontar las mentiras que se propagan sobre la historia y restaurar las tramas del pasado: el tejido narrativo que protege a una sociedad de la ignorancia y la impostura.
Tenemos que desprendernos de los prejuicios y las leyes supuestamente naturales sobre el orden de la política, el funcionamiento del mercado y el destino del planeta, ya que estos se traducen en mal gobierno, desigualdad y devastación. David Armitage y Jo Guldi han mostrado que la buena historia contribuye a hacerlo: al revisar las ideas preconcebidas y detectar su mala influencia, permite que las reflexiones sobre el futuro no sean castillos en el aire. Los pasados inventados suelen ser pasados simples que achatan las esperanzas colectivas. La elaboración histórica del pasado, en cambio, ensancha los horizontes de expectativas y descubre las verdaderas fronteras de lo posible.
¿Qué lapsos de tiempo convergen en el nuestro? Muchos, sin duda: desde el resentimiento que surge de las raíces del romanticismo hasta el nacimiento de las redes sociales en la primera década de este siglo, pasando por el giro neoliberal de los 80. Pero quiero centrarme en algo que habíamos soslayado. A mediados del siglo diecinueve, los geógrafos alemanes dieron nombre a las redes de intercambio que conectaban la China imperial con los distintos pueblos del continente euroasiático y las costas de África: las llamaron “las rutas de la seda”. Al recorrerlas, advertimos que extensas regiones del planeta han compartido durante milenios un pasado global y nos acercamos al mundo de Marco Polo, una época de efervescencia cultural y horizontes abiertos —como la describió el gran medievalista Roberto Sabatino López— sacudida por la irrupción de una pandemia.
La bacteria que causó la peste negra en el siglo catorce viajó por las rutas de la seda desde Asia Central a través de Persia y penetró en Europa por el puerto de Génova; desde Wuhan, el coronavirus cruzó Irán y no tardó en alcanzar Italia. Esta asombrosa coincidencia pone de manifiesto algunas constantes geopolíticas y nos revela que la actual iniciativa china “del cinturón y de la ruta” —en la que el cinturón representa las conexiones por tierra con los demás países y la ruta, las vías marítimas— ha desbrozado los antiguos caminos de caravanas y los ha convertido en las nuevas rutas de la seda.
El origen del virus nos ha hecho volver la vista al hemisferio oriental y percibir por fin el contraste con la realidad en que vivimos. De la mano de Peter Frankopan, aprendemos que estos son tiempos de esperanza en Asia. A lo largo y ancho del continente, los países se esfuerzan por estrechar sus lazos y trabajar juntos, dejando a un lado las diferencias y superando las desconfianzas. Los obstáculos son todavía ingentes, pero existe la conciencia de que se está alumbrando un mundo nuevo. Además de la iniciativa china, numerosos proyectos — como el “visado de la seda” en Asia Central y la “visión comunitaria” de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático— buscan facilitar el tránsito de personas y mercancías e impulsar la cooperación económica y social en una zona donde vive más de la mitad de la población mundial.
En este contexto, el pasado de las rutas de la seda ofrece un relato común que une a pueblos y culturas, pero también aviva la imaginación del futuro, que no tiene que ver con la nostalgia, sino con las ciudades inteligentes, la nanotecnología, la inteligencia de datos y la computación cuántica. Igual que en el pasado el hormigueo de las rutas de la seda marcó el ritmo del mundo, probablemente lo hará en el futuro; y si esto es así, entonces el nacimiento del nuevo mundo al que asistimos es el renacimiento del viejo.
Mientras tanto, Occidente marcha en sentido opuesto. En muchos lugares se trabaja por restringir la cooperación y romper los acuerdos alcanzados. En Europa, las discusiones giran obsesivamente en torno a la segregación, las migraciones, la erección de muros y la recuperación de la soberanía; las políticas de austeridad, el cementerio mediterráneo, los campos de refugiados y el mezquino trato neocolonial dispensado a Grecia evidencian que la Unión Europea no está a la altura de los tiempos.
Las transformaciones que presenciamos pueden parecerse a las que se produjeron en la era de los descubrimientos. Cuando hace quinientos años los europeos vislumbraron aquellas “maravillosas posesiones”, como las llamó Stephen Greenblatt, comenzó una imparable carrera hacia delante que desplazó el centro de gravedad de la política y la economía mundiales y, por primera vez, situó a Europa en el corazón del mundo. Ahora que ese centro parece estar moviéndose de nuevo, seguir insistiendo en el provincianismo y la estrechez de miras no carece de peligro.
Necesitamos saber por qué seguíamos ensimismados mientras se degradaba el proyecto ilustrado y llegábamos al borde de una crisis ecológica y de desigualdad. Puede que los historiadores no hayamos hecho lo suficiente para deshacer una de las ilusiones más tenaces nacidas de la era de la colonización: el eurocentrismo y la pretendida superioridad europea. En todo caso, esa ceguera quizá explique por qué, como señalan Ivan Krastev y Stephen Holmes, en junio de 1989 creímos que la victoria de Solidaridad en las primeras elecciones libres polacas anticipaba el signo de los tiempos y, en cambio, consideráramos que la represión de las protestas de la plaza de Tiananmén no era más que una anomalía sin trascendencia en el combate por el derecho a dar forma al futuro. Solo una perspectiva más amplia disolverá la ilusión del fin de la historia.
En las últimas cuatro décadas, la concepción neoliberal del mundo ha promovido la retracción del empleo, la salud, la educación y la democracia. De vuelta a la esfera pública, la historia puede aguzar nuestra inteligencia para reorientar la acción política y explorar las rutas que conducen al futuro entre lo local y lo global, la tecnocracia y la tecnofobia, el mercado y el bienestar, la innovación y la sostenibilidad. Gracias a ella, por ejemplo, podemos razonar que nuestros indicadores macroeconómicos pertenecen al mundo anterior al microondas y ya no reflejan nuestras necesidades; que los sistemas de deuda constituyen una cadena de esclavitud intergeneracional que solo puede romperse con la abolición periódica de la deuda; y que la reducción de la desigualdad es un hecho excepcional en el capitalismo. Sin reformas de calado, por tanto, solo tenemos por delante un pasado disfrazado de futuro.
Después de la peste negra, la sociedad reaccionó: se reformó el urbanismo y se prestó más atención a la higiene; se pensó sobre las formas de gobernanza y se difundió el humanismo, que sentó las bases del Renacimiento. ¿Y ahora? Aunque el panorama es sombrío, en ninguna parte está escrito que el ascenso de Oriente conlleve la decadencia de Occidente. Tan solo que nuestra suerte está echada si no pensamos a largo plazo y actuamos en unión. Las nuevas rutas de la seda y la propia lucha contra la pandemia, que es ya el mayor proyecto de investigación científica de la historia gracias a la colaboración espontánea de la comunidad científica internacional, pueden servirnos de inspiración. Y, llegado el momento, la historia puede ayudarnos a elegir entre una fortaleza alambrada o un mundo de horizontes abiertos.
Artículo publicado en El Salto (enlace permanente).