Golden Gate Bridge. © George Rose/Getty. |
Tampoco ahora, pero la gravedad de la situación reclama que hagamos cuanto podamos para salir de este trance. Si todavía tenemos alguna oportunidad de reinventar la vida en común, si nos es dado esperar un futuro mejor que el que hoy soñamos de espaldas a los otros, vale la pena esforzarnos por superar estas funestas circunstancias y darnos tiempo para pensar. Nunca es tan necesario hacerlo como en momentos de crisis, pues “la ley del más rápido es el origen de la ley del más fuerte”, como aseguró Paul Virilio.
Para poner mi granito de arena, anotaré cuatro cosas que he aprendido, guiado por la convicción de que el conocimiento es inútil si no es compartido y de que la tarea del historiador no consiste en cavar trincheras ni levantar muros, sino en tender puentes.
El pasado puede ser una carga
En un pasaje memorable, Marx percibió que “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su voluntad, sino bajo condiciones directamente existentes, dadas y heredadas”, pues “la tradición de todas las generaciones muertas gravita como una pesadilla sobre el cerebro de los vivos”. Y añadió que es justo al “ocuparse de cambiar las cosas y a sí mismos” cuando más invocan a “los espíritus del pasado”.
Efectivamente, la urgencia del presente activa la resurgencia del pasado, que puede ser el trampolín para dar un salto al futuro. Pero también puede ser un lastre, si el pasado se concibe como un memorial de agravios y la memoria se utiliza para atizar el resentimiento. No es cierto que “los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. Lo están quienes son incapaces de pensar históricamente y elaborar éticamente el pasado, y por tanto de imaginar el futuro. Sin un puente entre el pasado y el futuro, dejamos de hacer historia y el pasado nos deshace; la memoria puede ser tan venenosa como el olvido.
La precipitación y la inercia son poderosas
Hace poco, al preparar un texto sobre el “Terror” en la Revolución francesa, me sorprendió la fuerza del ejemplo: una muestra lacerante de cómo la lucha por la pureza ideológica entre las élites y la presión impaciente de la calle, avivadas por la cultura de la sospecha y el lenguaje de la traición, generaron una espiral que arruinó una de las mayores experiencias democráticas de la humanidad. Cuando todo se precipita, escapan a nuestro control las acciones que emprendemos. Por eso hoy deberíamos recobrar el espíritu de prudencia y preocuparnos por que no termine como tragedia aquello que empezó como farsa.
Pero hay otra forma aún más subrepticia de perder el control. El escritor e historiador Henry Adams, bisnieto del segundo presidente de Estados Unidos y nieto del sexto, observó que “a lo largo de la historia humana, el desperdicio de inteligencia ha sido abrumador y la sociedad ha conspirado para promoverlo. Solo los más enérgicos, los más aptos y favorecidos han vencido la fricción o la viscosidad de la inercia”. Es una llamada de atención sobre los efectos deletéreos de dejarse llevar por la corriente y de pensar con asideros. No debemos olvidar que el lema ilustrado es “¡atrévete a saber!”, y que sin Ilustración no hay democracia.
Hay nación después del nacionalismo
La nación del nacionalismo arrastra consigo sus orígenes religiosos, unidas ambas, nación y religión, por el hilo de sangre del martirio y el sacrificio, como ha descrito Javier Ramón Solans. Por eso su concepción de la soberanía (única, indivisible e indelegable) tiene una carga teológica incompatible con una democracia digna de su nombre. Para acomodar sociedades heterogéneas, no basta con trasladar la soberanía del monarca a la nación. Es necesario un ideal alternativo. Ramón Máiz ha sugerido el “federalismo plurinacional”, que postula la soberanía compartida en un Estado de Estados o nación de naciones.
Tal ideal nos enseña que no debemos prescindir de la nación, de su eficacia afectiva y simbólica, pero sí combatir su clausura reaccionaria y deshacer el bucle melancólico que forman el nacionalismo de Estado y el nacionalismo contra el Estado; romper la cadena de equivalencias entre un Estado, una nación, una lengua, una cultura, una historia, una religión y un derecho; y defender la superioridad ética y política del federalismo pluralista frente a cualquier monismo nacionalista.
De nuestra tradición cultural, es urgente rescatar a Pi i Margall. Tras constatar el fracaso cultural, político y económico de la nación española fundada en el nacionalismo excluyente y centralista, el político e historiador barcelonés imaginó la federación no solo como otra forma de gobierno, sino como un principio de justicia social y de educación sentimental. Así entendido, el federalismo diluye las jerarquías mediante el pacto y hace posible un Estado, en rigor, sin soberano, pues los poderes están controlados, equilibrados y distribuidos en diferentes instancias. Más que su blindaje, la superposición de autonomías (individual, municipal, provincial, etcétera) previene la dominación y nos acerca al ideal verdaderamente emancipador al que aspiraba el presidente de la Primera República: una “sociedad sin poder”.
Nos debemos un último esfuerzo
En octubre de 2018, tuve ocasión de escuchar en Girona al profesor de Filosofía del Derecho y experto en procesos de secesión Allen Buchanan, de quien extraje lo que sigue. La aplicación irrestricta del principio de las nacionalidades (a cada nación, un Estado) crearía más problemas de los que resolvería. En consecuencia, toda nación debería tener derecho a la autonomía, pero no necesariamente a la independencia. La secesión es costosa y potencialmente violenta, por lo que solo sería legítima cuando estuviera amenazada la vida de una nación dentro de su Estado. Aún no estamos ahí. Hoy por hoy, la independencia parece demasiado traumática para tan escasas perspectivas, pero podría ser la única salida si dejamos que nos mueva el resentimiento o nos paralice la inercia, o somos incapaces de imaginar nada distinto a la realidad en que vivimos.
Según Buchanan, debemos intentar alcanzar un acuerdo, honestamente, al menos una vez más y acompañar ese proceso de un debate profundo, amplio y duradero sobre la sociedad que queremos, porque un gran cambio constitucional no puede resolverse en una día y un único referéndum decidido por mayoría simple. Entablemos, pues, esa conversación dispuestos a caminar por el puente, a abandonar nuestros puntos de partida y a dejarnos persuadir por las razones de los otros, y busquemos la forma para que nadie haya de renunciar a su identidad ni imponerla. Aunque, para empezar hablar, convendrían dos gestos: de un lado, reparar la injusticia cometida con los presos; del otro, dejar de derivar del 1 de octubre un mandato democrático.
Hay que decir la verdad
Es hora de reconocer que la pelea de los nacionalismos ha degradado la sociedad. Desde la última vez que Catalunya quiso afianzar su lugar en la España grande y España asentar una segunda Transición en la expansión de los derechos civiles y sociales, ¿cuánto tiempo se ha perdido? ¿Cuánto más se ha de perder antes de censurar la insensata frivolidad y las alucinadas homilías que nos han traído hasta aquí? La búsqueda de alternativas debería ser hoy la primera exigencia ciudadana. Y la mejor alternativa al soberanismo es el federalismo, toda vez que el potencial de la interdependencia es muy superior al de la independencia.
Si nos comprometemos con él, el camino puede ser largo y tortuoso. Pero al menos podemos estar seguros de que para recorrerlo no nos hará falta pervertir el lenguaje ni recurrir a la propaganda, abrazar un marco reaccionario ni responder a la llamada de la tribu, ni seguir creyendo un día más en quienes nos han mentido para ver el puente hundido.