En su indagación, la catedrática de Cambridge nos retrotrae ni más ni menos que al comienzo de la Odisea de Homero. Ahí se encuentra el primer ejemplo documentado de un hombre mandando callar a una mujer. Además del famoso periplo de Ulises, el poema cuenta el crecimiento y la maduración de su hijo Telémaco, que empieza un día en que Penélope sale de sus estancias privadas atraída por la voz de un aedo y, al llegar a la sala central del palacio, se da cuenta de que el motivo del canto es la suerte de los héroes de la guerra de Troya. Afligida por el recuerdo de su marido todavía extraviado, pide que se elija otro tema. Pero Telémaco lo impide y aconseja a su madre: “Vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores. El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa”. Ella, pasmada, se retira.
Esta anécdota nos descubre que, desde hace al menos dos mil setecientos años, una parte sustantiva de la educación de un hombre consiste en aprender a controlar el discurso público y apartar de él a las mujeres. No por casualidad, la palabra griega que Telémaco usa cuando asume el cargo del ‘relato’ es mythos, que no tiene el sentido que nosotros damos a ‘mito’, sino que alude al discurso autorizado, en contraposición a la cháchara propia de las mujeres. Traicionando su literalidad, pero no su espíritu, hoy podríamos verter mythos como ‘historia’ para constatar hasta qué punto esta ha sido, durante milenios, la historia de los hombres.
No es tan fácil percibir esta evidencia ni, sobre todo, extraer las lecciones que contiene. Hace dieciocho años, cuando la tristemente desaparecida Encarna Sanahuja recalcaba, en la Autònoma de Barcelona, que ya en la prehistoria existían desigualdades entre hombres y mujeres, algunos desdeñábamos su insistencia. Pero ella, como Casandra, tenía razón. Hay que empezar por examinarse a uno mismo para detectar los ecos de la orden de Telémaco.
Porque, ciertamente, el silencio de Penélope no es solo un episodio del pasado. De ayer a hoy, la literatura refleja numerosos intentos no solo de acallar a las mujeres, sino también de jactarse de ello. Desde Ovidio y sus Metamorfosis, en las que Júpiter convierte a Ío en una vaca para que solo pueda mugir y Juno quita a Eco su voz para obligarla a repetir las palabras ajenas, hasta el autor de Retrato de una dama y Las bostonianas Henry James, quien consideró que bajo la influencia de las mujeres el lenguaje corría el riesgo de degradarse en un “balbuceo, un babeo, un gruñido o un gimoteo”. La herencia grecolatina, además, incide tanto sobre nosotros porque en ella se inspiran nuestra concepción de la oratoria, nuestras técnicas de retórica y persuasión e incluso las normas y procedimientos de nuestras sesiones parlamentarias. El corolario de todo ello es aún más grave de lo que parece, puesto que no es solo que las mujeres hayan sido excluidas del discurso público, sino que este ha sido una práctica que ha definido la masculinidad.
Bernardino Pinturicchio: Penélope con sus pretendientes, c. 1509. |
Por eso, al menos hasta el siglo veinte, las mujeres han pagado un alto precio por hacerse oír en el espacio público: muchas veces, han sido oídas pero no escuchadas, porque los hombres no han percibido en su voz autoridad o mythos, sino solo quejidos; o se han visto obligadas a masculinizarse para ser atendidas; o han podido defender sus intereses, pero no hablar en nombre de los hombres o de la comunidad entera; o, en fin, han sufrido la trivialización y el desprecio de sus palabras. Y todo ello, digámoslo claro, no por lo que decían, sino por el mero hecho de atreverse a decirlo.
¿Qué hacer al respecto? Primero, quizá, no perder la paciencia, puesto que los cambios no van a llegar de un día para otro. Pero, sobre todo, Mary Beard nos invita a pensar en las formas del reconocimiento de la autoridad pública: dónde y cómo hemos aprendido a escuchar y a dar crédito a unos discursos y no a otros; y también a analizar los fallos y las fallas del discurso masculino dominante. Para ello, no es conveniente hacer tabla rasa con el pasado. Hay que aprender a lidiar con los documentos de cultura que también lo son de barbarie y a buscar, en nuestra propia tradición, los puntales de la crítica y la resistencia: desde la Medea de Eurípides o las Heroidas del mismo Ovidio hasta el Frankenstein de Mary Shelley o la Penélope y las doce criadas de Margaret Atwood.
Y nuestra tarea no ha hecho más que empezar. También debemos cuestionar el sustrato cultural que alimenta la misoginia en la política y tomar conciencia de que la separación entre las mujeres y el poder ha sido una constante en la historia de Occidente. Uno de los mitos antiguos más elocuentes del dominio masculino sobre el peligro del poder femenino es el de Medusa. En la versión de Ovidio, ella es una hermosa mujer violada por Poseidón en el templo de Atenea. Como castigo ―castigo a ella, ojo― por el sacrilegio, la diosa la transforma en una criatura monstruosa que convierte en piedra a todo aquel que la mire a los ojos. Hasta que Perseo le corta la cabeza utilizando su escudo como espejo para no tener que mirarla de frente.
La decapitación de Medusa, inmortalizada por artistas como Cellini o Caravaggio, sigue siendo un símbolo cultural de la oposición al poder de las mujeres. Por eso en alguna ocasión se ha representado así a Angela Merkel, Hillary Clinton o Theresa May. Es tan revelador como lacerante que, durante la última campaña electoral americana, circulara la imagen de Trump como Perseo blandiendo la cabeza de Clinton como Medusa, que se reprodujo en camisetas, tazas, fundas para móviles e incluso bolsas de la compra. Sin embargo, cuando meses después la humorista Kathy Griffin posó en un programa de la CNN con la cabeza cortada de Trump, recibió un aluvión de críticas, perdió amigos, el trabajo y fue objeto de amenazas de muerte.
Este agravio comparativo es una muestra de un estado de cosas que no solo naturaliza la exclusión de las mujeres del poder, sino que normaliza descarnadamente la violencia de género. El imaginario del poder, que ampara este tipo de iniquidades, tiene que ser revisado de arriba abajo. Porque unas estructuras en las que las mujeres no encajan son unas estructuras injustas e inútiles. Para ellas y para todos. Mary Beard nos sugiere pensar el poder como atributo y no como propiedad, primar la cooperación por encima de la competición; Encarna Sanahuja nos enseñó a distinguir el poder ―que se impone y ejerce― de la autoridad ―que se reconoce y otorga―. Sabiendo que no se les regalará nada, las mujeres han decidido alzar la voz y manifestarse. Es hora de escucharlas.