Dover White Cliffs. © Cale/Adobe Stock. |
Nuestra suerte, en España y Catalunya, se debe en parte al desmoronamiento de las narrativas subyacentes a las dos identidades encontradas, desencadenado por la gran recesión. Por varias razones, España carece de una descripción densa de su idea de nación. Desde la Transición, confiaba en un relato heredero del “desarrollismo” franquista, el de la modernización y la convergencia europea, que hoy está hecho trizas. A la vez, también se ha quebrado la tradición que sostenía todo el espectro del catalanismo político desde sus orígenes. El vacío resultante, en el que la letra de las leyes y el espíritu de las prácticas democráticas divergen de forma alarmante, es una arena para que los discursos pugnen por apropiarse de la legitimidad política. Es el momento populista.
No es una coyuntura fácil. La transmisión de la información en la sociedad del espectáculo entorpece la reflexión sosegada y favorece que, en cualquier debate, tenga las de perder el participante racional y matizado frente a su adversario emotivo y categórico. La crítica razonada es ineficaz en un ambiente de sinsentido y sensiblería que se mueve a ritmo de “memes” sin argumentación y microconceptos sin historia. Aun así, todo historiador sabe desde Michelet que su labor es tender puentes.
La política ―se dice a menudo― es relato, pero a veces el relato es mistificación. Si, a pesar de sus inconsistencias, el del “Procés” ha triunfado es sin duda porque ha sabido deslizar la conciencia de pérdida de derechos hacia la necesidad de autodeterminación, pero también porque lo ha hecho a sus anchas. El combate por el significado de este momento decisivo no ha tenido lugar por la ausencia de una de las partes, que, encastillada en el dogma “la democracia es la ley”, no ha sabido contrarrestar el mantra no menos falaz “la democracia es votar”. Es sorprendente la inseguridad con que el Estado afronta los desafíos de la sociedad moderna. ¿Por qué se comporta así?
La nación tardía
José Luis Villacañas arroja luz al respecto. España ―sostiene el filósofo― es una “nación tardía”, condición que conlleva grandes dificultades para configurar un poder democrático identitaria e institucionalmente estable. España no se percibió como nación política existencial hasta 1808 y aún tardó mucho más en devenir una nación constituida. De hecho, la primera constitución democrática duradera solo llegó en 1978. Pero el problema de la renovación del poder constituyente sigue abierto. Desde 1812, España nunca ha sostenido un régimen capaz de reflexionar sobre su propia constitución. Ha tenido siete constituciones, pero no ha reformado a fondo ninguna. (La alteración del artículo 135 en 2011 no es sino un hito en la infausta historia de la pérdida de la soberanía ciudadana y el socavamiento de la democracia.) Así pues, ante la urgencia de este momento, no es extraño que el Estado, máxime con este gobierno conservador, haya reaccionado con rigidez extrema e incluso violencia desaforada, delatando una ansiedad insuperable ante la apertura de la historia.
Las naciones tardías ―como mostró el historiador alemán Reinhart Koselleck, provocativamente, ante un público francés― comprenden mejor su historia cuando esta pone de manifiesto sus procesos y estructuras federales en lugar de su supuesta homogeneidad nacional. Paradójicamente, en circunstancias críticas, su angustia existencial las empuja a poner fin a los discursos y prácticas federales para tratar de resolver los problemas como naciones homogéneas. Esto es lo que está sucediendo en España y Catalunya. Una ha olvidado la política del reconocimiento, otra ha cedido a la política del resentimiento. El resultado es una peligrosa incomprensión entre ambas que también empaña la comprensión de sí mismas.
La nación herida
Consideremos Catalunya. Según el historiador Enric Ucelay-Da Cal, desde 1880 hasta 2010 el significado del catalanismo tuvo una amplitud hoy perdida: más allá de sus diferencias, regionalismo, federalismo y soberanismo remitían a una cultura política común inspirada en la voluntad de autogobierno. El horizonte último del nacionalismo catalán, además, era la transformación de España. Tanto esa significación ambigua como esta afirmación de la excepcionalidad propia y de un proyecto compartido vertebraron la política catalana durante ciento treinta años. Desde 2012, sin embargo, la ambivalencia se ha vuelto intolerable y la ruptura parece la única salida posible. Hay que interpretar ese cambio.
Los contornos del universo nacionalista tradicional no coinciden con los del mundo independentista actual. Este considera que la apuesta federalista de Maragall fue el último intento de trenzar un proyecto común e interpreta su fracaso como la revelación de que aquella era una promesa vacía. Desde entonces, el independentismo se ha ensanchado y ha convencido a muchos de que el agravio es incuestionable y de que el Estado español es irreformable, incapaz de encajar configuraciones políticas de geometría variable. El nacionalismo, observó Isaiah Berlin, nace siempre de una herida infligida al sentimiento colectivo.
Sobre esas bases, el independentismo se ha movido rápido. En el terreno de la práctica, ha desplegado una estrategia populista que le ha permitido contener y excitar al mismo tiempo a las multitudes y generar una aparente unanimidad. En el orden del discurso, ha impuesto una lógica dicotómica que ha dividido trágicamente el campo político, dejando en tierra de nadie a las propuestas de signo federal.
Este doble movimiento es sumamente problemático. Bien pronto, las instituciones se hicieron con el timón del proceso, revelando la escasa autonomía de la sociedad civil respecto del poder político y soslayando a quienes deseaban dar un cariz más emancipador a la revuelta democrática. Así es como, por debajo de la pretendida unidad, ha podido librarse una batalla por recomponer la hegemonía neoliberal. Además, ha cristalizado la ilusión de que es lo mismo un pueblo unido que uno unificado, uniformado como en las demostraciones de los últimos septiembres. Asimismo, se ha olvidado que investir al colectivo de rasgos humanos suele tener el corolario de despreciar la humanidad de cada individuo, como también que una excesiva unidad de pensamiento y acción puede ser pasto de liderazgos antidemocráticos.
Y, si hablamos de democracia, es hora de reconocer que ninguno de los dos gobiernos está realmente comprometido con la soberanía popular. Antes bien, burlan su sentido y su alcance. Hay democracia más allá de la ley, pero también violencia más acá de las porras. La dinámica plebiscitaria no está pensada para favorecer la elección, sino la polarización. Si a eso sumamos la exclusión de la prudencia, la duda razonable y la autocrítica del escenario público, nos encontramos con una circunstancia muy poco propicia para enhebrar una propuesta federal o incluso para fundar una república digna de ese nombre. La ciudadanía no puede permanecer ciega a aspectos decisivos de la realidad. La ética de la convicción no puede justificar la política de la irresponsabilidad. El momento populista ha de dar paso al momento republicano.
La nación laica
Sería imprudente que un historiador extrajera recetas de la historia. Pero sí puede elaborar la experiencia histórica y ponerla al servicio del juicio político. Por eso me permito aludir, para terminar, a un pasado lejano que guarda cierto vínculo con el presente. Si hoy, en Europa, no vivimos envueltos en guerras de religión, persecución de herejes, quema de libros y procesos inquisitoriales se debe, entre otras cosas, a los múltiples combates que se han librado en nombre de la tolerancia, la libertad religiosa, la separación entre Iglesia y Estado y la laicidad. Hemos aprendido que la religión, sin frenos, tiende a colonizar la sociedad; bien encauzada, sin embargo, contribuye a su vitalidad.
La laicidad postula que es necesaria la distancia entre política y religión para que ambas puedan desarrollarse. Esa distancia, como nos enseña Daniel Gamper, no solo protege al Estado de las iglesias, sino también a las iglesias del Estado. La laicidad es pues imprescindible para salvaguardar la libertad religiosa, puesto que la confesionalidad única es opresiva y donde la fe es obligatoria, no puede ser sincera.
Ahora volvamos al presente. ¿Acaso no detectamos que, demasiadas veces, nuestros Estados se comportan como lo hacían las religiones cuando acentúan las políticas identitarias ante la diversidad social? ¿No percibimos que la presión homogeneizadora, como la persecución religiosa, alimenta su opuesto, la radicalización y la exhibición de la diferencia? Una guerra de banderas solo puede complacer a los insensatos. La herencia de la laicidad nos conmina a explorar formas políticas donde las identidades puedan realizarse sin excluirse: los perímetros de la identidad, la nación, la soberanía y el Estado no tienen por qué coincidir. La historia del federalismo es una buena prueba de ello. Eso sí, estamos ante una larga marcha reñida con el autoritarismo y la impaciencia.
El primer paso es pensar históricamente, no histéricamente: revisar las narrativas de la identidad y rescatar toda la diversidad silenciada, perseguida, proscrita, eliminada y a la postre olvidada. Quizá así cada uno de nosotros aprenda a verse a sí mismo como otro y a los otros como un sí mismo. Quizá así, desde el borde del acantilado, podamos dar un salto hacia el futuro sin sentir vértigo por no tener un pasado donde apoyarnos.
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