20 de agosto de 2023

Tres futuros

“Everything is connected”. Imagen generada por DALL·E.
El tiempo se paró en la década de 2010. Tras la quiebra de Lehman Brothers, a mediados de septiembre de 2008, se quebró también el sentido de la sucesión de los acontecimientos. Siguieron produciéndose noticias y actualizándose tecnologías, pero se hizo difícil pensar en el porvenir sin asomarse al abismo, y la ola de indignación global tampoco logró despejar el paisaje. La cultura y la política se atascaron. Simon Reynolds llamó “retromanía” a la obsesión de la cultura popular por su propio pasado y Zygmunt Bauman denominó “retrotopía” al pretérito indefinido donde dieron en depositarse las ilusiones políticas. En ambos casos, la nostalgia sustituyó a la esperanza.

Las instituciones fiables inspiran en la ciudadanía una sensación de continuidad que permite encarar los cambios sin temer la catástrofe. Cuando esa confianza se rompe, sin embargo, buena parte de la sociedad y de sus dirigentes se resiste a explorar lo desconocido y queda atrapada en la paradoja de desear un futuro que a la vez teme, y por tanto se prohíbe perseguir. Síntomas de esta coyuntura fueron el bloqueo que condujo a dos repeticiones electorales en España o los intentos de escapada que constituyeron tanto el brexit como el procés. La secesión se vuelve atractiva ante la falta de sucesión.

Así llegó el fin de una década larga que se inició con la Gran Recesión y concluyó, a mediados de marzo de 2020, con el Gran Confinamiento. De repente, a la incertidumbre acerca del futuro se sumó la incomprensión del presente, que trató de simplificarse al precio de mistificarlo.

La pandemia fue un hecho social total que sincronizó los presentes del planeta y solapó el tiempo corto de la emergencia sanitaria con el tiempo largo de la emergencia climática. François Hartog describió la excepcionalidad del momento como la oposición entre dos necesidades: acelerar la salida de la crisis y ralentizar la circulación del virus. Para hacerlas compatibles, se puso en suspenso el tiempo del mundo. En ese trance, descubrimos una metáfora de nuestra época: la sociedad como una gran sala de espera en la que cada vez cuesta más ser escuchado, atendido o confortado. Las carencias del estado de bienestar generan un profundo estado de malestar.

Felizmente, después de la pandemia no se ha recurrido a la austeridad para salir de la crisis económica y los rigores sanitarios han quedado atrás. No obstante, la tercera década del siglo veintiuno echa a andar con el regreso de la guerra al suelo europeo y, como observa Philipp Blom, con los dos futuros suspendidos del pasado decenio todavía en el horizonte.

El mercado y el muro

El primero es el futuro neoliberal: el “mercado”. Es el porvenir donde el crecimiento económico basado en la explotación proyecta prolongarse a expensas de la ciudadanía y el planeta, donde escuelas y universidades, hospitales y prisiones, transportes y servicios básicos deben orientarse hacia la obtención de beneficios, donde la sociedad es cada vez más una sociedad anónima. El mercado demanda que nada altere la marcha de los negocios, como si no hubieran existido las últimas crisis, como si no hubieran sonado las alarmas climáticas, como si hoy el estado mental de muchas personas no se pareciera al de los veteranos de guerra. Pero, bien mirado, no es ni siquiera un futuro, sino la vuelta al “fin de la historia” y a su intención de convertir el presente en destino.

El segundo es el futuro autoritario: el “muro”. Es el porvenir que canaliza los miedos sociales señalando el origen del mal y alejándolo. Edificios vigilados, urbanizaciones cerradas, barrios segregados, muros fronterizos, apartheid climático, huida a otros planetas: todos son fenómenos unidos por la línea de puntos de una u otra forma de secesión. El muro también exacerba la comunidad nacional y anhela salvaguardar sus presuntas esencias, recuperar su pretendida grandeza, purgar a sus enemigos internos. Delata así que tampoco es realmente un futuro, sino la idealización de un pasado perdido, anterior a las revueltas libertarias del siglo veinte, casi siempre excluyente, y por supuesto inventado.

Tales “futuros pasados” pueden hacerse presentes. Nos llevan al mercado la ambición y la mano invisible de la inercia, así como esa forma de “maldad líquida” que consiste en convencer a la mayoría de que no hay alternativas; nos arrastra hacia el muro la politización anacrónica del descontento: aquella que hace del pasado un tótem y del futuro un tabú, y culpa a chivos expiatorios en lugar de afrontar problemas.

Además, ambos futuros poseen rasgos en común: son en el fondo antidemocráticos, ya sea por confiar el gobierno a los expertos, ya por otorgárselo a los más fuertes o puros; tienen una concepción frívola de la libertad, que recortan en función de la cuenta corriente o la partida de nacimiento; son negligentes con los derechos, pues toleran los paraísos fiscales y los infiernos laborales, y olvidan una pregunta crucial: ¿de qué huíamos cuando dejamos atrás el tiempo que ellos quieren recobrar?

La insistencia en preservar a ultranza el mercado siempre chocará con el muro, en un callejón sin salida. Pero, igual que las aguas, las sociedades estancadas se descomponen. Y, como apreció Alessandro Baricco, cuando eso ocurre las opiniones se transforman en dogmas, los sentimientos en resentimiento, el patriotismo en nacionalismo, las élites en castas, las verdades en credos, la falsedad en mito, la cultura en cinismo y la ignorancia en barbarie.

El enlace

No estamos condenados a semejante desenlace. El Antropoceno cierra una época geológica y abre otra; la revolución digital clausura una época histórica e inaugura otra. Por eso necesitamos con urgencia un futuro surgido de la imaginación contemporánea que responda a los retos democráticos, tecnológicos y ecológicos del presente. Que se haga cargo, explícitamente, de adecuar la democracia a las sociedades multiculturales, de alentar la creatividad en la era del algoritmo y de escribir un nuevo contrato social respetuoso con los límites del planeta. Ese futuro es el “enlace”.

Todo está conectado como nunca lo ha estado antes. Es la época de “todo a la vez en todas partes”. Los pasados del mundo confluyen a causa de la globalización y las migraciones, lo material y lo virtual conforman una sola realidad, lo natural y lo artificial producen hibridaciones, la economía y la ecología colisionan porque la humanidad es un agente geológico. En esta tesitura, la máxima ha de ser “conectar, siempre conectar”: rastrear las conexiones, fortalecerlas, ensayar y fracasar mejor hasta acertar, y sobre todo tener el coraje de penetrar en lo desconocido.

En el enlace, la sociedad se asienta en el conocimiento interdisciplinar, porque el saber avanza en las zonas fronterizas y sin él no hay democracia. Este futuro apuesta por conocer los problemas que nos apremian y actuar para resolverlos, y por conocernos entre nosotros, para tejer una democracia narrativa que nos proteja de los estereotipos y los prejuicios. Sostiene que la educación no ha de preparar para un pasado fordista ni ser en un entrenamiento masivo para un futuro automatizado, sino dar otra oportunidad a la capacidad humana de crear, imaginar e innovar. Y sabe que solo el conocimiento y la imaginación creativa pondrán la política y la tecnología a trabajar contra el colapso climático.

Por su parte, las instituciones del enlace reflejan la forma variable de la sociedad, y por ello se federan, se flexibilizan, se descentralizan y distribuyen el poder a imagen y semejanza de la red, que no cabe confundir con las plataformas. Y promueven un sentimiento de pertenencia sin la semilla del fascismo para restaurar el vínculo social e instaurar un vínculo global que lo ampare: un hipervínculo cultural que exprima las posibilidades de comprendernos.

Porque, al cabo, el enlace descubre que la naturaleza humana no se expresa en ninguna esencia, ni siquiera en una historia, sino en una posibilidad, que solo hallará su cauce en un horizonte compartido y abierto.

Artículo publicado en CTXT (enlace permanente).